SANTA EUCARISTÍA

MATEO XXVI

26 Mientras comían, pues, ellos, tomando Jesús pan, y habiendo bendecido partió y dio a los discípulos diciendo: “Tomad, comed, éste es el cuerpo mío”

27 Y tomando un cáliz, y habiendo dado gracias, dio a ellos, diciendo: “Bebed de él todos,

28 porque ésta es la sangre mía de la Alianza, la cual por muchos se derrama para remisión de pecados.

HOMILÍA DE JUAN PABLO II
CAPILLA DEL CENÁCULO
Jerusalén 
Jueves 23 de marzo de 2000 

2. “Este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía”.

Obedeciendo al mandamiento de Cristo, la Iglesia repite estas palabras todos los días en la celebración de la Eucaristía. Estas palabras brotan de lo más profundo del misterio de la Redención. Durante la celebración de la cena pascual en el Cenáculo, Jesús tomó el cáliz lleno de vino, lo bendijo y lo dio a sus discípulos. Esto formaba parte del rito pascual en el Antiguo Testamento. Pero Cristo, el Sacerdote de la alianza nueva y eterna, usó  esas  palabras  para  proclamar el misterio salvífico de su pasión y muerte. Bajo las especies del pan y del vino instituyó los signos sacramentales del sacrificio de su Cuerpo y de su Sangre.

“Por tu cruz y resurrección nos has salvado, Señor. Tú eres el Salvador del mundo”. En toda santa misa proclamamos este “misterio de la fe”, que durante dos milenios ha alimentado y sostenido a la Iglesia en su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. Lumen gentium, 8). En cierto sentido, Pedro y los Apóstoles, en la persona de sus sucesores, han vuelto hoy al Cenáculo para profesar la fe perenne de la Iglesia:  “Cristo murió, Cristo resucitó, Cristo volverá de nuevo”.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves Santo 1 de abril de 2010

Pero volvamos a las palabras de Jesús. Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti y a tu enviado. El conocimiento de Dios se convierte en vida eterna. Obviamente, por “conocimiento” se entiende aquí algo más que un saber exterior, como, por ejemplo, el saber cuándo ha muerto un personaje famoso y cuándo se ha inventado algo. Conocer, según la sagrada escritura, es llegar a ser interiormente una sola cosa con el otro. Conocer a Dios, conocer a Cristo, siempre significa también amarlo, llegar a ser de algún modo una sola cosa con él en virtud del conocer y del amar. Nuestra vida, pues, llega a ser una vida auténtica, verdadera y también eterna, si conocemos a Aquel que es la fuente de la existencia y de la vida. De este modo, la palabra de Jesús se convierte para nosotros en una invitación: seamos amigos de Jesús, intentemos conocerlo cada vez más. Vivamos en diálogo con él. Aprendamos de él la vida recta, seamos sus testigos. Entonces seremos personas que aman y actúan de modo justo. Entonces viviremos de verdad.

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