Por esa misma época leí una solemne frivolidad de no sé qué librepensador que afirmaba que el suicida era equivalente al mártir. Esa evidente falacia me ayudó a aclarar la cuestión. Obviamente es más bien lo contrario. Un mártir es alguien que aprecia tanto lo que le rodea que renuncia a su propia vida. Un suicida es alguien a quien le importa tan poco lo que le rodea que desea verlo desaparecer. El primero quiere que algo empiece, el segundo que todo desaparezca. En otras palabras, el mártir es noble, exactamente porque (por más que renuncie al mundo o execre a toda la humanidad) admite ese último vínculo con la vida: muere para que algo pueda vivir. El suicida es innoble porque carece de ese vínculo con el ser: es un mero destructor, espiritualmente destruye el universo. Luego recordé la estaca y la encrucijada y el hecho extraño de que el cristianismo haya sido tan duro con el suicida y favorecido tanto al mártir. Se ha acusado al cristianismo histórico, y no sin cierta razón, de llevar el martirio y el ascetismo hasta extremos desoladores y pesimistas. Los primeros cristianos hablaban de la muerte con una horrible alegría.

Blasfemaban contra los hermosos deberes del cuerpo; olían la muerte desde lejos como si fuese un prado cubierto de flores. Muchos han pensado que era una auténtica poesía del pesimismo. Sin embargo, ahí está la estaca en la encrucijada para mostrar lo que el cristianismo opina de los pesimistas.
Ése fue el primero de la larga serie de enigmas con que el cristianismo entró en la
discusión. Y con él llegó también una peculiaridad de la que tendré que hablar con
más detalle por ser una característica que comparten todas las ideas cristianas, por más que ése fuese su origen. La actitud cristiana ante el mártir y el suicida no era, como suele afirmarse en la moral moderna, una cuestión de grado: no se trataba de que hubiese que trazar una línea en alguna parte, y de que quien se mataba por exaltación quedara antes de dicha línea y quien se mataba por desesperación la sobrepasara. El sentimiento cristiano evidentemente no era que el suicida llevara el martirio demasiado lejos, sino que defendía ferozmente lo uno y atacaba con idéntica ferocidad lo otro: aquellas dos cosas que parecían tan semejantes se hallaban en los extremos del cielo y el infierno. Uno acababa con su vida y era tan bueno que sus huesos resecos podían acabar con la pestilencia de una ciudad. Otro acababa su vida y era tan malo que sus huesos contaminaban los de sus semejantes. No digo que semejante ferocidad fuese justa, pero ¿a qué era debida?
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA SOBRE EL MARTIRIO COMO EXPERIENCIA DE FE Y SIGNO DE SALVACIÓN
2468 La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana, tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.
2473 El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. “Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos, 4, 1).
2474 Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron hasta el extremo para dar testimonio de su fe. Son las actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de sangre:
«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir en Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca…» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos, 6, 1-2).
«Te bendigo por haberme juzgado digno de este día y esta hora, digno de ser contado en el número de tus mártires […]. Has cumplido tu promesa, Dios, en quien no cabe la mentira y eres veraz. Por esta gracia y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo amado. Por Él, que está contigo y con el Espíritu, te sea dada gloria ahora y en los siglos venideros. Amén» (Martyrium Polycarpi, 14, 2-3).